miércoles, enero 19, 2005

ALGUNAS PERSONAS

- Si, si. Me acuerdo bien del tipo - dijo José, dueño del bar "Las Magnolias", mientras preparaba un cortado doble. - Venía tres veces por semana, siempre puntual para el vermouth - aclaró para más datos.


Cuando Alberto Macías llegaba al bar, cumplía siempre el mismo ritual: se acercaba a la barra y, acodándose, le pedía a José "Gancia con limón. Y no se olvide del hielo". José le preparaba el trago mientras repetía la misma pregunta de cada tarde.


- Aca tiene ¿...? - decía José, esperando la respuesta para terminar su frase.
- Abogado, José. Abogado - contestaba Macías.
- Aca tiene la bebida, "doctor" - concluía entonces José.



El hombre tenía un vaso de whisky. Revolvía la bebida con los dedos. - Yo no vengo todos todos los días - explicaba. - Pero si, ahora que pregunta me acuerdo que lo vi varias veces. Aunque los que más deben saber son los muchachos de la barra, aquellos que están allá, sentados en el rincón, al lado de la ventana - señaló.



Después de recoger su aperitivo, Alberto se sentaba en la mesa con los muchachos de la barra.


- ¿Qué tal querido, como anda ese trabajo...? - preguntaba cualquiera de ellos.
- Abogado, Daniel. No te había comentado. Hoy no me puedo quedar mucho. Mañana tengo que ir a Tribunales. Esta noche tengo que preparar unos escritos - decía, vestido con impecable traje color oscuro en combinación con un attaché negro. Los muchachos estaban acostumbrados. De repente, como solía hacer, Macías se levantaba y disculpándose por tener que irse tan temprano, saludaba a todos con su habitual "hasta la vista".



El mozo apoyó la bandeja y pidió al lavacopas un vaso de agua, antes de seguir hablando.


- Paraba siempre con los muchachos. Parecía buen tipo. ¡Y dejaba unas propinas...!. No fallaba nunca. Aunque su bebida la recogía de la barra. Tenía esa cosa tan rara, ¿no?. Quien sabe...-.
- Muchachos: tengo que irme. Uno de mis clientes quiere que le tenga listos unos números para mañana - dijo Macías, días después de haberse declarado abogado.
- ¿Contador, Alber? - preguntó Coco.
- Contador público nacional. ¿No sabías Coco? -.




- Nosotros lo conocíamos. Ya nos habíamos acostumbrado - explicaba Daniel, uno de los habitués del grupo. - Era increíble. Cada diez, quince días, cambiaba de profesión, así como así. Y lo mejor de todo, el tipo venía acá con papeles, trabajo, instrumental, venía con el material de lo que estuviera haciendo en ese momento. ¿Que fue después de contador? -.




- ¿Martillero público? - preguntó asombrado Luisito.
- Eso mismo - contestó Alberto, después de tomar un trago de Gancia.
- ¿De los que rematan cuadros y esas cosas? -.
- No solo cuadros, Luisito. A veces también se subastan otras cosas - aclaró.
- Martillero - murmuró Luisito, tocándose la barbilla. - Interesante -.
- Si, es un trabajo interesante - dijo Macías. - Claro que también depende del remate. Y hablando de remates, me voy yendo porque mañana tengo uno tempranito. Los dejo muchachos y será hasta la vista - saludó Alberto.



Después de ser abogado, contador y martillero, Alberto Macías se dedicó a la odontología, fue bombero, escribano, atendió como psicoanalista, fue arquitecto, tuvo una inmobiliaria. Todo en el lapso de unas pocas semanas.



- Los muchachos de la barra no lo veíamos afuera del bar. Usted sabrá como son esas cosas. El venía, tomaba su Gancia con limón y hielo, charlábamos sobre fútbol, burros, minas o de laburo. Y él cada vez que cambiaba de profesión hablaba como si realmente supiera del tema. ¡Era una cosa...!. Sino fíjese: Oscar es veterinario y una vuelta viene Alberto diciendo que era veterinario. Y estuvieron charlando como una hora y pico porque Macías había comentado que al día siguiente tenía que operar a un perro, no se qué problema tenía el animal, pero parecía complicado, y se lo dijo a Oscar, porque sabía que era “colega”. Y Oscarcito después nos contaba, impresionadísimo, que al menos por lo que habían charlado, Alberto parecía ser veterinario en serio, porque hablaba del tema y lungo. ¡Era increíble!. Y como a los diez días viene y dice que lo había contratado no se qué empresa para colaborar en los arreglos de un puente que se estaba viniendo abajo, creo que en Rio Negro...¿O era en Chubut?.. No se...en una provincia del sur.... ¡Y agárrese!. Como a la semana aparece Luisito con un diario, no me acuerdo cual, con una foto donde estaba Alberto con un grupo de tipos, todos con cascos. Y al pie de la foto decía los ingenieros tanto, tanto y Macías, encargados de la restauración del puente tal de la provincia cual...¡Era él!. ¿Que me cuenta? - .



- Las clases me están matando - comentó una tarde Alberto.
- ¿Qué clases? - preguntó Coco, mientras pedía otro café.
- Las clases de física nuclear - contestó Alberto. - Me vinieron a buscar de un instituto para ver si les daba unas clases especiales y yo agarré viaje. Ahora que estoy pensando, tendría que preparar el material para la clase de mañana. Así que los voy dejando muchachos. Será hasta la vista - saludó cordialmente como cada vez, no sin antes dejar una suculenta propina.



Ingeniero electrónico, sociólogo, acupunturista, masajista, semiólogo. Tras algunos días cambiaba de ocupación. En cada oportunidad era como si en los últimos años se hubiera dedicado solo a eso y a nada más.


Fue filósofo, enseñó en un colegio primario, dio clases de geografía en una secundaria, trabajó como gerente de marketing en una empresa de lácteos, de creativo en una agencia de publicidad, traductor de inglés, asesor en un banco, diseñador gráfico y tantas otras cosas.



Los muchachos de la barra no lograron precisar duranto cuanto tiempo Macías había estado frecuentando las tardes del bar.


- Y...déjeme pensar. Deben haber sido como tres años, meses más, meses menos - arriesgó Daniel. Todos acordaron que ese era el tiempo aproximado que lo habían visto por allí.
- Si, como unos tres años diría yo - afirmó un poco más seguro Coco. - Tres años. Hasta aquella tarde de Octubre. ¿Se acuerdan muchachos? -.



Esa tarde de Octubre, Alberto Macías llegó a las siete en punto. Pasó por la barra y le pidió a José su trago habitual.


- Acá tiene, doctor - dijo José, sin necesidad de preguntar porque Alberto vestía delantal blanco, llevaba un estetoscopio colgado del cuello y traía un maletín de médico en la mano izquierda.
- Buenas - saludó Macías al llegar a la mesa. - ¿Cómo anda la barra? -.
- Bien, bien - contestó Oscar


Luisito lo miró con cierta curiosidad. - ¿Así que ahora te dedicás a la medicina? - preguntó con tono irónico.


- Si - afirmó Alberto mientras dejaba el maletín a su lado, en una silla que le había acercado otro de los muchachos. - Creí que no llegaba a las 7. Tuve que pasar a ver un paciente de urgencia. Un paciente ... Más bien un "pacientito". 5 años. Vos sabés que me dedico a los pibes - explicó. - Pobrecito. Tendrían que haberlo visto. Tenía como 39 de fiebre. Estaba que volaba. Un susto. Pero después que lo visité, se quedó mucho más tranquilo. ¡Y la mamá también! - sonrió, y levantando su vaso de Gancia, hizo un gesto de "salud" al que algunos muchachos le respondieron.


Alberto había cambiado nuevamente su profesión. Pero a los muchachos no les sorprendía. Todavía no sabían que pensar de aquel compañero de picada. A pesar de aquella charla que tuvo con Oscar, e incluso habiendo visto las fotos del diario, los muchachos de la barra daban por sentado que jamás había sido nada de lo que aseguró ser cada vez.


- ¿En qué hospital estás trabajando? - preguntó Coco.


Alberto dejé su vaso sobre la mesa. Parecía sorprendido.


- No, no, no - respondió enseguida. - Eso lo dejé hace rato. Ya llevo tiempo atendiendo mi propio consultorio. Tomá - dijo mientras sacaba una tarjeta con su nombre, dirección, teléfono y la palabra "pediatra" impresos en ella. Enseguida se fue hacia la barra para pedirse otro Gancia.
En otra de las mesas estaba sentada una señora con sus tres hijos pequeños. El menor de ellos, de unos 4 años de edad bailaba sobre una silla. A pesar de los retos de su madre, zapateaba alegremente mientras cantaba una canción y se movía haciendo gracias. Acodado en la barra, esperando que le sirvieran otro trago, Macías observaba divertido.


- Acá tiene doctor - dijo José. Alberto se dió vuelta para agarrar su vaso y en ese momento se escuchó gritar al niño, que trastabilló y fue derecho al piso de baldosas, mientras su cabeza pegaba contra el borde de una de las mesas. Cayó pesadamente sobre uno de sus brazos. La madre se levantó gritando. Los otros comensales se acercaron de inmediato.


- ¡No lo toquen! - ordenó con firmeza Macías, mientras se abría paso entre las mesas para llegar hasta el nene desmayado. - No, no lo toque señora - le repitió con suavidad a la madre que se deshacía en lágrimas. - Tranquila, tranquila. Soy médico. Déjeme que yo lo reviso -.



Tomó al niño con sumo cuidado, de la manera en que solo un médico podría hacerlo y comenzó a palparlo. Primero le revisó el brazo sobre el que había caído.


- Está bien. No hay fractura - confirmó.


Siguió con el cuello, la cabeza y las piernas.


- Todo bien. Parece no tener nada roto -. El chico seguía sin recuperar el conocimiento.
- Acá se golpeó. Será un chichón nada más -.


La madre se secaba las lágrimas con un pañuelo que Coco le había alcanzado. Todos estaban atentos al desenlace.


- Pero... - murmuró Macías mientras acercaba su oreja a la nariz del niño, que parecía no estar respirando.


Al ver esto la madre esperó lo peor y tuvo un vahído. Los muchachos de la barra le arrimaron una silla y le dieron un vaso de agua, ayudándola a recomponerse.


Alberto dudó un instante. El niño seguía sin respirar. Lo puso en posición de sentado y comenzó a aplicarle palmadas en la espalda. Nada sucedió al principio. Repitió el procedimiento. Imprevistamente, el chico comenzó a toser con mucha fuerza. Macías le puso su mano delante de la boca, mientras devolvía algo. Escupió todo de golpe y se quedó observando a la gente que lo rodeaba, sin enteder.


- ¡Salchichas! - exclamó Alberto mostrando la palma abierta de su mano. Todos en el bar aplaudieron y con grandes sonrisas y dando vivas felicitaron a Macías, estrechándole las manos, mientras le decían "bien doctor" o "muy bueno lo suyo, doc". - ¡Gracias, gracias! - exclamaba la madre emocionada, abrazándolo. El niño no comprendía que estaba pasando. Solo se tocaba el chichón, haciendo una mueca, mezcla de sorpresa y dolor. - Hay que mirar bien donde se baila. ¡Y masticar mejor la comida! - aconsejó Macías al niño, mientras le acariciaba la cabeza. Miró su reloj. - Las 8 y media - dijo. - Me voy yendo muchachos. Ya se me hizo tarde. Mañana temprano tengo que atender en el consultorio. Gracias a todos -. Tomó su maletín, dejó la propina; antes de salir saludó con su habitual "hasta la vista" y se fue.


Desde aquel día nunca más volvieron a ver a Alberto Macías.