Es el sol.
Seguro.
Es el sol.
Una mancha amarilla imposible de mirar.
Es el sol.
Arriba, en el cielo celeste hiriente, puro, pulcro, inconfundible. El sol asesta golpes de calor en la tierra y las piedras, en el ripio y los árboles que resisten de pie, en las casas de paredes rajadas, de pintura arruinada, de carteles pintados a mano, de techos de chapa, de ladrillos derruídos.
La ruta vacía marca el límite, un límite imaginario, doloroso, punzante, que nadie se atreve a violar. Una manguera diminuta escupe ínfimos chorros de agua intentando vencer tanto color arena y terracota y contrastarlos con un poco de verde que no alcanza, nunca alcanzará.
Un auto pasa sin detenerse. Para eso está la ruta: para no detenerse, pasar de largo y no dedicar ni una mirada piadosa a aquel lugar, fuera lo que fuera.
La estación de servicio vacía.
El parador para micros sin movimiento.
La calle de piedras diminutas en silencio.
El viento haragán levanta un poco de polvo.
El polvo en los ojos.
Ojos.
¿Qué ojos?.
No se escuchan ni pájaros trinando ni palabras sonando ni puertas rechinando ni ventanas abriéndose ni vítores dando la bienvenida.
Las 3 y 15.
5 horas después son las 3 y 27.
Así es éste lugar. Las horas pasan pero el reloj no avanza ni un minuto, las agujas se mueven para atrás, los números retroceden, amanece a la noche y anochece antes de amanecer.
Las mesas limpias de la confitería, esperando viajeros ansiosos por tragar lo que les den al precio que les cobren, engullir todo rápidamente para poder seguir viaje hacia su destino final, nunca éste, jamás éste será el destino. Niños intentando vender piedras, las mismas que se encuentran 100 metros calle abajo, pasando al costado de la improvisada Iglesia de los Ultimos Días de Nuestro Señor Jesucristo, 100 metros que a nadie le interesa recorrer.
Pasaron 2 días y son las 3 y 36.
Antenas de televisión improvisadas con alambres y pedazos de hierro viejos y una pared con un graffiti para las elecciones de hace ¿cuánto tiempo?. ¿Elecciones?. ¿Importa eso?.
Años.
Pasaron años y ahora son las 3 y 52.
El sol se movió. Seguro. Si. Se movió 7 milímetros a la derecha. O a la izquierda. No hay cómo saberlo. No hay dónde esconderse de esos rayos que atraviesan cualquier voluntad, no hay resistencia posible, oponerse es inútil.
La manguera se dió por vencida. Aunque siga echando agua, se entregó hace tiempo, mucho tiempo, se rindió sin condiciones, y no fue una rendición honorable por cierto.
A lo lejos, un auto.
¿Va a detenerse?.
Pregunta sin sentido.
Un perro chiquito, peludo, sucio, polvoriento, roñoso, inmundo, temeroso, cobarde, se recuesta sobre el piso a la entrada del parador. Perro sin raza, sin dueños, sin pasado, sin categoría, sin cariño, sin amor, sin una mano que lo acaricie, perro pulguiento, cochambroso, de ojos tiernos, de mirada perdida, de olvido, de ladridos apagados y roncos.
Los vasos recién lavados, los sandwiches envueltos en plástico, las gaseosas en heladeras con puertas de vidrio, los baños civilizados, el agua con sabor a lentitud.
Una hostería al otro lado de la ruta tiene todas sus persianas cerradas...
"Habitación por día"
...reza el cartel, pero nadie le presta atención.
¿Quién querría hospedarse en éste pedazo de piedra donde nadie nace para crecer y quedarse aquí?.
¿Qué tipo de gente llega para quedarse en éste trozo de tierra donde pasaron las décadas y apenas 1 minuto después de las 4?.
¿Quién, en su sano juicio?.
¿Habitación por día para ningún pasajero?.
Un micro.
Se acerca un micro.
La hora del micro es ahora.
Los niños, excitados por la posibilidad de engañar a algún turista, se acercan a sus cajas con piedras, ensayan sus mejores sonrisas, practican sus pasos de niños pobres, piruetas desesperadas para conseguir una dádiva, una donación, algo, algo, algo.
Sus cabezas rapadas. Sus labios partidos. Sus manos sucias. Sus ropas nunca lavadas.
Todavía queda toda una tarde por vivir.
¿Dónde estamos?.
¿Qué es esto?.
¿Otra parada?.
¿Cuántas horas faltan?.
Los pasajeros miran sus relojes, corren las cortinas, se observan, estudiándose, acomodan las cosas antes de bajar, cuentan billetes, sopesan monedas, miran el cielo desde su asiento con aire acondicionado y los números en la pantalla digital dicen 16 y 4 minutos.
Faltan horas horas horas horas muchas horas.
Otros dos perros aparecen de la nada. Saben su rutina. La bestia de hierro abre sus puertas, bajan los humanos, nos acercamos, haciéndonos los simpáticos y siempre algo recibimos, aunque sea poco, nada, menos que nada.
Lo importante es la rutina se dicen los perros y avanzan decididos.
Un dulce.
Un pedazo de pan.
Una galletita.
Una mirada.
Claro que con las miradas no se llena el estómago.
Pero algo, algo que no sea el sol que hace doler la piel y la columna y que nunca se va.
El micro se detiene, suena el aire comprimido, se abre la puerta vidriada y la gente empieza a bajar, lenta, perezosa, con anteojos negros, moviéndose el pelo, billetera en mano, dispuestos a depredar, a desperezarse, a estirar las piernas, a salir del encierro oprimente, abandonar aunque sea por unos segundos la gran ballena blanca sin capitán Ahab que la enfrente.
Uno de ellos se queda parado, ahí, mirando pasar por la ruta a otro coche que no se detiene, que no se detendrá hasta muchísimo después de haber pasado por allí.
Locutorio.
¿Para llamar a quién?.
¿Este es mi país?.
¿Dónde estoy?.
Cambió el siglo, llegó el nuevo milenio y ni siquiera son las 4 y 10.
Camina hacia la calle de tierra y más allá una camioneta ruinosa, de chapas oxidadas, llantas viejas y conductor de piel ajada, gastada y curtida por los vientos nocturnos va muy cerca, con destino a ninguna parte.
Frente al asfalto, la calle principal de piedras, tierra, polvo, cascotes, pedazos de vidrio; un auto del año '68 descansa para siempre, sin paragolpes para sostener una patente inexistente, los vidrios de las luces rotos, el parabrisas rajado, una puerta menos, los agujeros en su dermis.
Una panadería.
Dos casas más allá una despensa con panadería.
En la otra esquina un autos rv ci con panadería artesanal.
Gom ri .
Seguro s.
Ch pa y pint a.
D pensa.
Ni un cartel completo. Perdieron sus letras hace años y a nadie le importa. O si les importa, es como si no les importara.
En todo caso, no importa.
El pasajero sigue caminando un poco más, vigilando que el micro no arranque de repente y en un movimiento sorpresa todos los demás (pasajeros, tripulación) se suban corriendo y escapen en una maniobra violenta pero firme, audaz, veloz, impredescible, dejándolo abandonado allí para siempre, aunque 65 millones de años hubieran pasado y apenas llevara 11 minutos ahí. La sola perspectiva de pasar una noche en ese sitio (que los lugareños lo alimentaran, le hablaran, abrieran para él, sólo para él, como una acontecimiento histórico, la pestilente hostería de esa mina a cielo abierto, esa parrilla a fuego lento, con ese sol alimentándose de aquellas almas, ese agujero sin tapa, esa holla sin presión) le produjo un estremecimiento que recorrió su cuerpo a la velocidad de la luz.
Adentro las mesas se ensuciaban, el piso llenándose de migas, los perros apoyando sus narices contra los vidrios, los niños sin poder vender una sola roca, una piedra, esperando la caridad de los que vienen de dónde sea que hubieran venido, las latitas haciendo ruido, las cervezas corriendo por las gargantas, aguas minerales.
¿Acaso el agua no es un mineral?. Entonces ¿cómo puede llamarse agua mineral si ya es mineral?. ¿Por qué?. ¿Siempre el engaño?. ¿No pueden hacer nada sin engañarnos?.
La señora se da cuenta de su descubrimiento. Pero no va a decirle nada al esposo.
Va a tratarla como a una estúpida por decirle eso.
Siempre hace eso.
Lo odia tanto por eso.
Por eso, lo mataría.
Muchas veces pensó en eso.
Pero sabe que eso nunca sucederá.
Caminando al costado de la ruta un lugareño va a paso lento, viste pullover y gorra. Pero nadie le está prestando atención como para sorprenderse porque esté vestido así.
Será el loco del lugar. Cualquiera que lleve esa ropa y camine tan plácidamente bajo los rayos de aquel sol asesino y dedicado exclusivamente a partir la tierra en dos en ese pedazo de roca olvidado de la mano del hombre, está loco.
Como los carteles sin letras, sino lo está, no importa.
Lo parece.
Las servilletas de papel arrugadas, las mozas sirviendo café, la dueña del quiosco sonriendo, su última sonrisa hasta el siguiente micro que llegue, horas y horas después, cuando sean más de las 4 y 20 de la tarde, cuando el sol tal vez esté escondido, cuando las esperanzas de una vida mejor en otro lugar vuelvan a llenarla de gozo hasta la mañana siguiente en que un gallo la despierte y se de cuenta que sigue ahí, que nunca va a escaparse de su cárcel, de la telaraña que ella misma se tejió lenta pero firmemente, sin placer pero con seguridad, sin darse cuenta.
El viento levanta un poco de polvo, pero hasta la misma tierra queda atrapada en un remolino y vuela solo para caer unos metros más allá, las pequeñas partículas tampoco escaparán.
Todos están atrapados.
Los pasajeros se encaminan al micro y los perros y los niños hacen un último intento, un último esfuerzo por conseguir algo, lo que sea, pero conseguirlo, el motor que los mantiene en funcionamiento, un motor sin combustible, nadie se molestó en avisarle que así nunca va a arrancar, que ese motor está muerto.
Parado en la calle el pasajero deja de observar el paisaje, de estudiar los marcos de madera putrefacta de las puertas y vuelve caminando lentamente, pateando piedras, intentando respirar el aire candente.
Se detiene una vez más.
Levanta los ojos al cielo.
Deja que el sol le incinere las pupilas.
Camina unos metros, sube al colectivo, busca su asiento, escucha el ruido del aire comprimido mientras la puerta se asegura, siente el movimiento lento, pesado, cauteloso de las ruedas bajo sus pies trepando una pequeña pendiente para tomar la ruta.
El micro conquista la cima de pavimento y parte dejando una estela de polvo tras de sí, abandona aquel lugar del que nunca nadie se va y al que nunca nadie llega para quedarse.
Seguro.
Es el sol.
Una mancha amarilla imposible de mirar.
Es el sol.
Arriba, en el cielo celeste hiriente, puro, pulcro, inconfundible. El sol asesta golpes de calor en la tierra y las piedras, en el ripio y los árboles que resisten de pie, en las casas de paredes rajadas, de pintura arruinada, de carteles pintados a mano, de techos de chapa, de ladrillos derruídos.
La ruta vacía marca el límite, un límite imaginario, doloroso, punzante, que nadie se atreve a violar. Una manguera diminuta escupe ínfimos chorros de agua intentando vencer tanto color arena y terracota y contrastarlos con un poco de verde que no alcanza, nunca alcanzará.
Un auto pasa sin detenerse. Para eso está la ruta: para no detenerse, pasar de largo y no dedicar ni una mirada piadosa a aquel lugar, fuera lo que fuera.
La estación de servicio vacía.
El parador para micros sin movimiento.
La calle de piedras diminutas en silencio.
El viento haragán levanta un poco de polvo.
El polvo en los ojos.
Ojos.
¿Qué ojos?.
No se escuchan ni pájaros trinando ni palabras sonando ni puertas rechinando ni ventanas abriéndose ni vítores dando la bienvenida.
Las 3 y 15.
5 horas después son las 3 y 27.
Así es éste lugar. Las horas pasan pero el reloj no avanza ni un minuto, las agujas se mueven para atrás, los números retroceden, amanece a la noche y anochece antes de amanecer.
Las mesas limpias de la confitería, esperando viajeros ansiosos por tragar lo que les den al precio que les cobren, engullir todo rápidamente para poder seguir viaje hacia su destino final, nunca éste, jamás éste será el destino. Niños intentando vender piedras, las mismas que se encuentran 100 metros calle abajo, pasando al costado de la improvisada Iglesia de los Ultimos Días de Nuestro Señor Jesucristo, 100 metros que a nadie le interesa recorrer.
Pasaron 2 días y son las 3 y 36.
Antenas de televisión improvisadas con alambres y pedazos de hierro viejos y una pared con un graffiti para las elecciones de hace ¿cuánto tiempo?. ¿Elecciones?. ¿Importa eso?.
Años.
Pasaron años y ahora son las 3 y 52.
El sol se movió. Seguro. Si. Se movió 7 milímetros a la derecha. O a la izquierda. No hay cómo saberlo. No hay dónde esconderse de esos rayos que atraviesan cualquier voluntad, no hay resistencia posible, oponerse es inútil.
La manguera se dió por vencida. Aunque siga echando agua, se entregó hace tiempo, mucho tiempo, se rindió sin condiciones, y no fue una rendición honorable por cierto.
A lo lejos, un auto.
¿Va a detenerse?.
Pregunta sin sentido.
Un perro chiquito, peludo, sucio, polvoriento, roñoso, inmundo, temeroso, cobarde, se recuesta sobre el piso a la entrada del parador. Perro sin raza, sin dueños, sin pasado, sin categoría, sin cariño, sin amor, sin una mano que lo acaricie, perro pulguiento, cochambroso, de ojos tiernos, de mirada perdida, de olvido, de ladridos apagados y roncos.
Los vasos recién lavados, los sandwiches envueltos en plástico, las gaseosas en heladeras con puertas de vidrio, los baños civilizados, el agua con sabor a lentitud.
Una hostería al otro lado de la ruta tiene todas sus persianas cerradas...
"Habitación por día"
...reza el cartel, pero nadie le presta atención.
¿Quién querría hospedarse en éste pedazo de piedra donde nadie nace para crecer y quedarse aquí?.
¿Qué tipo de gente llega para quedarse en éste trozo de tierra donde pasaron las décadas y apenas 1 minuto después de las 4?.
¿Quién, en su sano juicio?.
¿Habitación por día para ningún pasajero?.
Un micro.
Se acerca un micro.
La hora del micro es ahora.
Los niños, excitados por la posibilidad de engañar a algún turista, se acercan a sus cajas con piedras, ensayan sus mejores sonrisas, practican sus pasos de niños pobres, piruetas desesperadas para conseguir una dádiva, una donación, algo, algo, algo.
Sus cabezas rapadas. Sus labios partidos. Sus manos sucias. Sus ropas nunca lavadas.
Todavía queda toda una tarde por vivir.
¿Dónde estamos?.
¿Qué es esto?.
¿Otra parada?.
¿Cuántas horas faltan?.
Los pasajeros miran sus relojes, corren las cortinas, se observan, estudiándose, acomodan las cosas antes de bajar, cuentan billetes, sopesan monedas, miran el cielo desde su asiento con aire acondicionado y los números en la pantalla digital dicen 16 y 4 minutos.
Faltan horas horas horas horas muchas horas.
Otros dos perros aparecen de la nada. Saben su rutina. La bestia de hierro abre sus puertas, bajan los humanos, nos acercamos, haciéndonos los simpáticos y siempre algo recibimos, aunque sea poco, nada, menos que nada.
Lo importante es la rutina se dicen los perros y avanzan decididos.
Un dulce.
Un pedazo de pan.
Una galletita.
Una mirada.
Claro que con las miradas no se llena el estómago.
Pero algo, algo que no sea el sol que hace doler la piel y la columna y que nunca se va.
El micro se detiene, suena el aire comprimido, se abre la puerta vidriada y la gente empieza a bajar, lenta, perezosa, con anteojos negros, moviéndose el pelo, billetera en mano, dispuestos a depredar, a desperezarse, a estirar las piernas, a salir del encierro oprimente, abandonar aunque sea por unos segundos la gran ballena blanca sin capitán Ahab que la enfrente.
Uno de ellos se queda parado, ahí, mirando pasar por la ruta a otro coche que no se detiene, que no se detendrá hasta muchísimo después de haber pasado por allí.
Locutorio.
¿Para llamar a quién?.
¿Este es mi país?.
¿Dónde estoy?.
Cambió el siglo, llegó el nuevo milenio y ni siquiera son las 4 y 10.
Camina hacia la calle de tierra y más allá una camioneta ruinosa, de chapas oxidadas, llantas viejas y conductor de piel ajada, gastada y curtida por los vientos nocturnos va muy cerca, con destino a ninguna parte.
Frente al asfalto, la calle principal de piedras, tierra, polvo, cascotes, pedazos de vidrio; un auto del año '68 descansa para siempre, sin paragolpes para sostener una patente inexistente, los vidrios de las luces rotos, el parabrisas rajado, una puerta menos, los agujeros en su dermis.
Una panadería.
Dos casas más allá una despensa con panadería.
En la otra esquina un autos rv ci con panadería artesanal.
Gom ri .
Seguro s.
Ch pa y pint a.
D pensa.
Ni un cartel completo. Perdieron sus letras hace años y a nadie le importa. O si les importa, es como si no les importara.
En todo caso, no importa.
El pasajero sigue caminando un poco más, vigilando que el micro no arranque de repente y en un movimiento sorpresa todos los demás (pasajeros, tripulación) se suban corriendo y escapen en una maniobra violenta pero firme, audaz, veloz, impredescible, dejándolo abandonado allí para siempre, aunque 65 millones de años hubieran pasado y apenas llevara 11 minutos ahí. La sola perspectiva de pasar una noche en ese sitio (que los lugareños lo alimentaran, le hablaran, abrieran para él, sólo para él, como una acontecimiento histórico, la pestilente hostería de esa mina a cielo abierto, esa parrilla a fuego lento, con ese sol alimentándose de aquellas almas, ese agujero sin tapa, esa holla sin presión) le produjo un estremecimiento que recorrió su cuerpo a la velocidad de la luz.
Adentro las mesas se ensuciaban, el piso llenándose de migas, los perros apoyando sus narices contra los vidrios, los niños sin poder vender una sola roca, una piedra, esperando la caridad de los que vienen de dónde sea que hubieran venido, las latitas haciendo ruido, las cervezas corriendo por las gargantas, aguas minerales.
¿Acaso el agua no es un mineral?. Entonces ¿cómo puede llamarse agua mineral si ya es mineral?. ¿Por qué?. ¿Siempre el engaño?. ¿No pueden hacer nada sin engañarnos?.
La señora se da cuenta de su descubrimiento. Pero no va a decirle nada al esposo.
Va a tratarla como a una estúpida por decirle eso.
Siempre hace eso.
Lo odia tanto por eso.
Por eso, lo mataría.
Muchas veces pensó en eso.
Pero sabe que eso nunca sucederá.
Caminando al costado de la ruta un lugareño va a paso lento, viste pullover y gorra. Pero nadie le está prestando atención como para sorprenderse porque esté vestido así.
Será el loco del lugar. Cualquiera que lleve esa ropa y camine tan plácidamente bajo los rayos de aquel sol asesino y dedicado exclusivamente a partir la tierra en dos en ese pedazo de roca olvidado de la mano del hombre, está loco.
Como los carteles sin letras, sino lo está, no importa.
Lo parece.
Las servilletas de papel arrugadas, las mozas sirviendo café, la dueña del quiosco sonriendo, su última sonrisa hasta el siguiente micro que llegue, horas y horas después, cuando sean más de las 4 y 20 de la tarde, cuando el sol tal vez esté escondido, cuando las esperanzas de una vida mejor en otro lugar vuelvan a llenarla de gozo hasta la mañana siguiente en que un gallo la despierte y se de cuenta que sigue ahí, que nunca va a escaparse de su cárcel, de la telaraña que ella misma se tejió lenta pero firmemente, sin placer pero con seguridad, sin darse cuenta.
El viento levanta un poco de polvo, pero hasta la misma tierra queda atrapada en un remolino y vuela solo para caer unos metros más allá, las pequeñas partículas tampoco escaparán.
Todos están atrapados.
Los pasajeros se encaminan al micro y los perros y los niños hacen un último intento, un último esfuerzo por conseguir algo, lo que sea, pero conseguirlo, el motor que los mantiene en funcionamiento, un motor sin combustible, nadie se molestó en avisarle que así nunca va a arrancar, que ese motor está muerto.
Parado en la calle el pasajero deja de observar el paisaje, de estudiar los marcos de madera putrefacta de las puertas y vuelve caminando lentamente, pateando piedras, intentando respirar el aire candente.
Se detiene una vez más.
Levanta los ojos al cielo.
Deja que el sol le incinere las pupilas.
Camina unos metros, sube al colectivo, busca su asiento, escucha el ruido del aire comprimido mientras la puerta se asegura, siente el movimiento lento, pesado, cauteloso de las ruedas bajo sus pies trepando una pequeña pendiente para tomar la ruta.
El micro conquista la cima de pavimento y parte dejando una estela de polvo tras de sí, abandona aquel lugar del que nunca nadie se va y al que nunca nadie llega para quedarse.