martes, junio 15, 2010

ULTIMO

(Ejercicio para el taller de narrativa 3 del Profesorado de Lengua y Literatura de Lago Puelo. Este ejercicio consistìa en utilizar como epìgrafe una frase o microrelato de Macedonio Fernandez)

El pez náufrago.
Macedonio Fernandez


Lo peor del desierto no es la falta de agua, ni el viento lacerante, ni el sol abrasador, ni la arena que se cuela por cada poro de la piel. Lo peor es la ausencia absoluta de horizonte.

Se que hace años que no vuelvo a esta ciudad. No tengo idea de cuántos años. Los carteles oxidados que alguna vez fueran verdes tienen los nombres borrados. No se dónde estoy exactamente aunque imagino que será en lo que alguna vez fue Sarandí. Reconozco partes de la estructura del viejo puente del tren, que todavía siguen en pie.

Ya no hay columnas de humo, como la última vez que estuve acá. Sólo viento, polvo, arena y silencio. Tampoco hay cadáveres ni el olor penetrante que sentí cuando finalmente pude irme de aquí.

Recorrí tantas ciudades que ya ni recuerdo cuántas fueron. Estuve en Rosario, en Corrientes y en Posadas; en Goya, Bella Vista y en Paraná; en Porto Alegre, donde asistí al suicido masivo de más de 4000 personas. Pisé otros pueblos del sur de Brasil y así llegué a Río de Janeiro, vacía, reseca, fétida. En Bahía me quedé a vivir durante lo que creo fueron 4 meses o más, en una casa que no tenía ni una rajadura, en una calle que no era un agujero, con electricidad, comida, agua potable, sin visitantes indeseables. Crucé por Guyana y Surinam, esos lugares que nunca aparecían en las noticias. Anduve por Caracas destruída y repleta de Ellos muriéndose en las calles. Luego por la costa venezolana entré en Colombia y llegué cerca de Cartagena, la primera de las ciudades que vería entera y completamente envuelta en llamas a lo largo de mi camino. Desde decenas y decenas de kilómetros podía verse la gigantesca columna de fuego. Tuve que rodearla a varios kilómetros de distancia: el calor era sencillamente insoportable. De noche, el reflejo de las llamas despedía el brillo de un pequeño sol. Pensé que el olor de aquel fuego en el que todo se quemaba (hierros, maderas, automóviles, animales, cuerpos, piedras) quedaría grabado en mi memoria para siempre. Pero no fue así.

Pasé por Centroamérica, llegué a Mexico y luego a Estados Unidos: en Cabo Cañaveral encontré dos cohetes preparados para despegar que nunca emprendieron vuelo. Verlos volar en pedazos, encenderse como bengalas gigantescas, fue todo un espectáculo; Washington y Filadelfia eran sólo cenizas, lo mismo Nueva York y todas las ciudades a su alrededor. Esos fueron días difíciles. Recién al cruzar a Toronto pude descansar. Fui a Europa, la recorrí varios meses, el espectáculo era el mismo. Pegué la vuelta, como si tuviera dónde volver. El mundo era mío y estaba harto. Siempre había sido mi sueño recorrerlo, pero hacerlo de aquella manera no estaba en mis planes.

En todos lados la vista era igual. A medida que pasaba el tiempo, el peligro de encontrarme con Ellos era cada vez más remoto. Estaban desapareciendo inexorablemente, se volvían más lentos, con el paso del tiempo cazarlos me producía menos y menos excitación, excitación que fue tornándose hastío hasta que desaparecieron y se volvieron simplemente olvido.

Los fuegos fueron apagándose, los caminos cubriéndose de polvo, las comidas volviéndose cada vez más rancias, las plantas desapareciendo, los huesos, pulverizándose en el viento.

Al principio, con todo a mi disposición (todo, absolutamente todo lo que se había salvado a mi disposición, podía tomar lo que quisiera de donde quisiera) jugué a ser fotógrafo. Pensaba “bueno, por ahí un día, quien sabe, alguien pregunte qué pasó acá”. También comencé llevando un diario detallado de mis viajes, pero me duró poco. Cuando los meses pasaron y el horizonte se repetía una y otra vez, ciudad tras ciudad, país tras país, kilómetro tras kilómetro, perdí el entusiasmo completamente.

Despues de unos años, la electricidad comenzó a fallar, debía cambiar de auto cada vez más seguido, y los generadores eran más difíciles de encontrar. Los barcos ya no funcionaban, los aviones no despegaban, los trenes no se movían.

Avancé hacia la ciudad, guiado más por mi intuición que por seguir algún tipo de camino. Me preguntaba cómo lograría cruzar el Riachuelo si los puentes ya no estaban. No hubo problema: los puentes ya no estaban, pero el Riachuelo tampoco. Estaba seco. Lo que había sido alguna vez su fondo, ahora era un pedazo de tierra resquebrajado, seco y repleto de restos de cascos de barcos y pilas enormes de esqueletos de autos, colectivos, camiones, vehículos. Dejé la camioneta (¿cuántas había usado y abandonado?. ¿Cuántos autos y camiones?. Pensar que cuando todo estaba bien, apenas si tenía un ciclomotor) y crucé a pie. Caminé cerca de 2 horas entre escombros y árboles calcinados. Recordaba mis tardes yendo en el 98 a encontrarme con Cecilia, el tráfico, la locura, el ruido insoportable, las bocinas, los gritos, las voces. El contraste de aquel ritmo frenético y descontrolado de la ciudad con este silencio podría haberme abrumado. Pero eso no sucedió. Ya no sucedía más. Nada sucedía más.

¿Alguna vez vieron explotar una estación de servicio?. Yo sí, decenas de ellas. Era yo quien provocaba las explosiones. Comencé por diversión. Luego descubrí que aquel espectáculo atraía Ellos, así que empecé a hacerlas volar como carnada. Pero como todo, después de un tiempo hasta Ellos empezaron a escasear, así como la emoción de cazarlos.

Una vez hice explotar un aeropuerto, no recuerdo cuál fue. Fue extraño, porque a diferencia de otros aeropuertos, estaba en pie y repleto de aviones en buen estado. Me tomó casi 8 horas preparar todo. Cuando encendí la mecha, por así decirlo (no encendí ninguna mecha: inicié el primer fuego desde un kilómetro de distancia con un control remoto) presencié fuegos artificiales de escala monumental. Luego de aquello esperé algo así como 2 días, o tal vez fueron más, pero ninguno de Ellos apareció. Ni uno. Una explosión de tamaña magnitud habría atraído centenares en los primeros días y me hubiera entretenido durante semanas practicando tiro, viéndoles estallar las cabezas a través de la mira telescópica. Pero ya no más. Imagino que se habrán extinguido.

Hace mucho también que dejé de tener fantasías. Fantaseaba con encontrarme a otros sobrevivientes, pero más pronto que tarde descubrí, aunque tardé mucho en aceptarlo, que era el único, que estaba solo. Ni siquiera un perro que me acompañara. Nada ni nadie. Solo. Luego de un tiempo dejé de hacerme aquellas preguntas (“¿Por qué yo?. ¿Cómo pudo pasar esto?. ¿Qué pasó?. ¿Solo para siempre?”) que me atormentaban y simplemente seguí.

Cuando se dio a conocer la Verdad, mi padre se puso una pistola en la boca y disparó. El muy cobarde nos dejó sin siquiera avisar. Mi madre terminó sus días rezando en una iglesia junto a su grupo de amigas religiosas. Dios, por supuesto, no llegó para salvarla. Mi hermano fue el más digno: cargo un auto con bidones y bidones de nafta, armó una bomba casera y se estrelló contra la caravana de uno de los 3 que habían dado inicio a todo. “No voy a dejar que ese hijo de puta encima vea el Apocalipsis desde primera fila, ¿no?” me dijo por teléfono y se cargó a toda la caravana donde iba “ese hijo de puta”, una caravana que lo protegía vaya a saber de qué, porque al final igual iba a tocarnos a todos. O el menos eso creía yo.

Una vez, cuando eramos chicos, mi viejo nos llevó a pescar a mi hermano y a mi con unos amigos suyos que eran fanáticos de la pesca. Yo no entendía cómo podía atraerles tanto eso de andar sacando pescados del río y no comerlos, de llenar riñoneras con huevo duro para comer sin dejar de pescar, de no tomar agua, de no ir siquiera a mear.

Nos dieron una caña, nos explicaron cómo teníamos que hacer para tirar la línea y nos dijeron “vayan por allá y no jodan”. Tiramos la línea y tuvimos suerte: enseguida enganchamos un pescado. Ayudé a mi hermano a traerlo de vuelta. Se retorcía frenéticamente.

- Agarralo – me dijo.
- Agarrlo vos – le contesté.

El me apuntó con la caña y empezó a reírse.

- ¡Dale tonto!. Agarralo.

Yo me aparté de un salto.

- ¡Sacalo de acá! – le grité.

El pescado no dejaba de moverse en el anzuelo. Después de unos segundos dejó de sacudirse tanto. Me acerqué un poco y me quedé mirándolo buscar el aire con sus branquias.

- Se está muriendo – le dije a mi hermano.

Mi hermano se acercó y se puso a estudiarlo.

- Uy... – dijo mi hermano. - ¿Qué hacemos?.
- Que se yo – le dije.

Miramos hacia donde estaban mi viejo y sus amigos pescadores.

- ¿Lo tiramos al agua de vuelta?.
- Y dale – le dije.

Lo desenganchamos del anzuelo. Todavía se le movían las branquias. Lo dejamos en el agua. Después de unos segundos empezó a moverse. En vez de irse, se quedó flotando ahí, en la orilla. De pronto, saltó del agua y quedó acostado en la arena, las branquias inflándose y desinflándose de nuevo. Mi hermano lo agarró y volvió a meterlo en el agua. Pero el pescado volvió a acercarse a la orilla y a tirarse en la arena otra vez. Volvimos a meterlo en el agua. Y de nuevo, el pescado se lanzó de cabeza contra la playita. Intentamos de nuevo y pasó lo mismo. Cuando mi hermano lo agarró para volver a tirarlo al agua le dije que lo dejara ahí.

- Capaz es lo que siempre quiso hacer y nunca se animó, ¿no?.

Mi hermano me miró.

- Vos estás reloco – me dijo y se rió.
- Si. Pero no le cuentes a aquellos – le dije.

Hablamos de aquel pescado antes que nos despidiéramos con aquella llamada. – Lástima por el pescado, ¿no? – me dijo y nos dijimos adiós.

Estoy en el Obelisco, aunque claro, ya no hay Obelisco. Creo que estaba acá, donde estoy parado ahora. Pateo los escombros del piso y encuentro un pedazo de una placa de bronce. – Si – digo para mi.
– Seguro que era acá -.

Entonces escucho un ruido, un sonido que hacía años que no escuchaba.

Un gemido, como un grito afónico.

- No puede ser...

Empiezo a caminar hacia el ruido. Tardo un rato en ubicarlo. Entonces aparece arrastrándose. Le apunto con mi rifle.

- ¿Cómo puede ser?.

Me acerco con cuidado, sin dejar de apuntarle, pero cuando lo miro bien, me doy cuenta que no corro peligro. Se acerca lastimosamente y sigue gimiendo. Su rostro no tiene piel, le falta una mano (las marcas de mordidas me dicen que se la comió él mismo), no tiene el labio inferior y uno de los ojos es tan solo un hueco. Tiene el cuerpo cubierto por dos o tres jirones de tela y apenas si puede moverse.

Cuando llega donde estoy, se detiene. No ataca o algo parecido. Ya no tendrá fuerzas ni para intentarlo. Me quedo mirándolo. Se mueve hacia mi, me alejo un paso y vuelvo a apuntarle. Levanta la mano que le queda y pronto se derrumba. Baja la cabeza. Ya no gime. Cuando levanta de nuevo su horrible cara hacia mi, veo algo en su ojo, algo que no había visto jamás en ninguno de Ellos.

Bajo el rifle. Se arrastra hasta que llega adonde estoy. Esta vez no me muevo. Toma el caño del rifle e intenta llevarlo hacia su cabeza, pero no tiene fuerza. Lo empujo con el pie y cae sin ofrecer un mínimo de resistencia. Lo escucho gemir y su gemido parece el llanto de un niño. Se arrastra trabajosamente hasta donde estoy de nuevo e intenta agarrar el caño del rifle otra vez. Vuelvo a empujarlo y cae. Se levanta y se arrastra hacia mi. Pero esta vez no agarra el caño del rifle: me mira y señala su frente con el muñon que le queda en el otro brazo.

- ¿Cómo puede ser? – le pregunto. Sólo vuelve a señalar su frente.

Apoyo mi rifle en su frente y deja de gemir.

- Vos sí que tenés suerte – le digo. – Yo ni esto – agrego y aprieto el gatillo. Cae hacia atrás. Apenas si unas gotas de algo parecido a la sangre le brotan de la cabeza. Ahora todo es silencio de nuevo. Lo miro y me quedo pensando en mi padre y en sus amigos de pesca, en los huevos duros y en aquel pescado en la playa. Es raro, pero ya no puedo recordar nada más y en ese momento me doy cuenta de cuán poco me importa.