(Ejercicio para el taller de narrativa 3 de el Profesorado de Lengua y Literatura de Lago Puelo. El ejercicio consistìa en elegir una frase de "Emma Zunz" de Jorge Luis Borges e incluirla en un cuento propio sin que se note)
Apoyó una mano sobre el vidrio que cubría la mesa de roble. Deslizó un dedo, haciendo pequeños círculos, dibujándolos lentamente. Parecía que sólo ese dedo evitaba que su frágil y tembloroso cuerpo terminara contra la alfombra que cubría aquel piso de largos y gruesos listones de madera, desgastados por el paso de los años y los miles de pies que alguna vez se arrastraran sobre ellos.
Evitó mirarlo a la cara al hablar. Su vista se perdía en algún punto lejano, fuera, dentro de la ventana que recortaba un cuadro mínimo de la ciudad.
- Johnny – murmuró y al hacerlo exhaló un breve suspiro, un mohín más estudiado que natural. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. – Johnny – repitió con lentitud, mientras apartaba sus ojos de la ventana, sus ojos húmedos, a punto de dejar escapar la primera lágrima. – Es Sam.
Terminó de pronunciar aquellas palabras y giró con el dramatismo de una actriz secundaria de una película clase B que algún productor decidió que sería mejor nunca estrenar antes que pasar por la vergüenza de que alguien viera aquella basura con tal de recuperar algo del dinero invertido.
Ahora tenía las dos manos apoyadas sobre la mesa. Le daba la espalda a Johnny. Inclinó su cabeza apenas para un costado y siguió hablando en susurros.
- Es Sam, Johnny – repitió. – Siempre ha sido él. Yo… - su voz se quebró, como tantas veces se había quebrado el día anterior, al practicar sus líneas frente a un espejo rajado en aquel motel de la Quinta y Levingston. – Yo…no podía decírtelo antes, Johnny. Me tenía… amenazada…¡y a mi madre, Johnny!.
Johnny no decía nada. Por el sonido metálico, ella adivinó que Johnny había encendido otro cigarrillo. Lo escuchó exhalar la primera bocanada de humo.
- Johnny, ¿me entiendes?. No podía hacer nada. El…simplemente me tenía atrapada, en sus manos. ¡Oh, Johnny…!.
Se dió vuelta, lo enfrentó y entonces su cara se llenó de espanto. Todos sus gestos, estudiados una y cien veces, todas las palabras memorizadas para repetir en aquel momento, se borraron de su mente.
- ¿Pero…?.
Era Sam, parado en la puerta de la sala.
- Hola cariño – dijo Sam.
Ella no pudo decir nada.
- ¿Me crees tan tonto cariño?. – dijo Sam.
- Eres un maldito…siempre lo has sido…
- Eso ya lo se cariño. Pero tú…tú si que eres buena –.
- Si que lo es – agregó Johnny mientras empujaba su sombrero un poco para atras. – Si que lo es – repitió.
Sam se acercó unos pasos hacia Johnny.
- Siempre fuiste tú, nena. Siempre. Pero te necesitábamos.
- Si, te necesitábamos – agregó Johnny.
- Sin ti…el cuento no hubiera sido creíble.
Johnny dió otra pitada.
- ¿Quieres uno? – le ofreció a Sam.
Sam se acercó, tomó uno de los cigarrillos del paquete de Johnny mientras le apoyaba una mano en el hombro.
- ¡Son dos malditos! – ensayó ella a modo de queja.
- Bueno…puede que si – dijo Sam mientras Johnny le prendía el cigarrillo.
- ¡Si!. ¡Lo son, asquerosos cerdos!.
- Uhmmm…cariño…parece que alguien se ha enojado – comentó Johnny risueño.
- Sin dudas – dijo Sam sonriendo.
Ella los miró, tratando de entender qué sucedía, tratando de comprender cómo todo se había salido tan rápidamente de su cauce, cómo su plan se había desecho ante sus ojos cual castillo de arena ante un maremoto.
- ¿Ustedes…ustedes…?.
- Ajá.
- Oh....Malditos… ¿cómo no me di cuenta?.
- Tú eres muy buena nena – dijo Johnny. – Pero nosotros somos mejores – agregó mirando a Sam a los ojos.
- Si que lo somos – dijo Sam, mientras acomodaba el sombrero de Johnny.
- Cerdos – murmuró ella cuando las primeras lágrimas, verdaderas lágrimas, brotaron de sus ojos. - ¡No me entregaré! – gritó desafiante. – Si creen que seré su pato de bodas, están equivocados. ¡Ambos están equivocados!. Prefiero…prefiero morir antes que ir tras las rejas - desafió.
- Oh…bueno…pues eso no es problema – dijo Sam. – Eso no es ningún problema – agregó mientras apuntaba con su 38 al rostro de la chica.
- Malditos – alcanzó a decir antes que la sonrisa de Sam se convirtiera en la última imagen que se llevaría de esta vida.
Apoyó una mano sobre el vidrio que cubría la mesa de roble. Deslizó un dedo, haciendo pequeños círculos, dibujándolos lentamente. Parecía que sólo ese dedo evitaba que su frágil y tembloroso cuerpo terminara contra la alfombra que cubría aquel piso de largos y gruesos listones de madera, desgastados por el paso de los años y los miles de pies que alguna vez se arrastraran sobre ellos.
Evitó mirarlo a la cara al hablar. Su vista se perdía en algún punto lejano, fuera, dentro de la ventana que recortaba un cuadro mínimo de la ciudad.
- Johnny – murmuró y al hacerlo exhaló un breve suspiro, un mohín más estudiado que natural. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. – Johnny – repitió con lentitud, mientras apartaba sus ojos de la ventana, sus ojos húmedos, a punto de dejar escapar la primera lágrima. – Es Sam.
Terminó de pronunciar aquellas palabras y giró con el dramatismo de una actriz secundaria de una película clase B que algún productor decidió que sería mejor nunca estrenar antes que pasar por la vergüenza de que alguien viera aquella basura con tal de recuperar algo del dinero invertido.
Ahora tenía las dos manos apoyadas sobre la mesa. Le daba la espalda a Johnny. Inclinó su cabeza apenas para un costado y siguió hablando en susurros.
- Es Sam, Johnny – repitió. – Siempre ha sido él. Yo… - su voz se quebró, como tantas veces se había quebrado el día anterior, al practicar sus líneas frente a un espejo rajado en aquel motel de la Quinta y Levingston. – Yo…no podía decírtelo antes, Johnny. Me tenía… amenazada…¡y a mi madre, Johnny!.
Johnny no decía nada. Por el sonido metálico, ella adivinó que Johnny había encendido otro cigarrillo. Lo escuchó exhalar la primera bocanada de humo.
- Johnny, ¿me entiendes?. No podía hacer nada. El…simplemente me tenía atrapada, en sus manos. ¡Oh, Johnny…!.
Se dió vuelta, lo enfrentó y entonces su cara se llenó de espanto. Todos sus gestos, estudiados una y cien veces, todas las palabras memorizadas para repetir en aquel momento, se borraron de su mente.
- ¿Pero…?.
Era Sam, parado en la puerta de la sala.
- Hola cariño – dijo Sam.
Ella no pudo decir nada.
- ¿Me crees tan tonto cariño?. – dijo Sam.
- Eres un maldito…siempre lo has sido…
- Eso ya lo se cariño. Pero tú…tú si que eres buena –.
- Si que lo es – agregó Johnny mientras empujaba su sombrero un poco para atras. – Si que lo es – repitió.
Sam se acercó unos pasos hacia Johnny.
- Siempre fuiste tú, nena. Siempre. Pero te necesitábamos.
- Si, te necesitábamos – agregó Johnny.
- Sin ti…el cuento no hubiera sido creíble.
Johnny dió otra pitada.
- ¿Quieres uno? – le ofreció a Sam.
Sam se acercó, tomó uno de los cigarrillos del paquete de Johnny mientras le apoyaba una mano en el hombro.
- ¡Son dos malditos! – ensayó ella a modo de queja.
- Bueno…puede que si – dijo Sam mientras Johnny le prendía el cigarrillo.
- ¡Si!. ¡Lo son, asquerosos cerdos!.
- Uhmmm…cariño…parece que alguien se ha enojado – comentó Johnny risueño.
- Sin dudas – dijo Sam sonriendo.
Ella los miró, tratando de entender qué sucedía, tratando de comprender cómo todo se había salido tan rápidamente de su cauce, cómo su plan se había desecho ante sus ojos cual castillo de arena ante un maremoto.
- ¿Ustedes…ustedes…?.
- Ajá.
- Oh....Malditos… ¿cómo no me di cuenta?.
- Tú eres muy buena nena – dijo Johnny. – Pero nosotros somos mejores – agregó mirando a Sam a los ojos.
- Si que lo somos – dijo Sam, mientras acomodaba el sombrero de Johnny.
- Cerdos – murmuró ella cuando las primeras lágrimas, verdaderas lágrimas, brotaron de sus ojos. - ¡No me entregaré! – gritó desafiante. – Si creen que seré su pato de bodas, están equivocados. ¡Ambos están equivocados!. Prefiero…prefiero morir antes que ir tras las rejas - desafió.
- Oh…bueno…pues eso no es problema – dijo Sam. – Eso no es ningún problema – agregó mientras apuntaba con su 38 al rostro de la chica.
- Malditos – alcanzó a decir antes que la sonrisa de Sam se convirtiera en la última imagen que se llevaría de esta vida.