miércoles, marzo 17, 2004

VECINOS

El General ya no pelea mil guerras ni conduce a sus tropas a batallas, luchas, encuentros victoriosos. Hoy se va a un viaje del cuál, creo, no volverá. O al menos eso espero.

No seguiremos siendo vecinos.

Ahora El General está librando una pelea con los muchachos del camión de mudanzas que llevará sus bártulos hasta una pequeña ciudad de alguna provincia de esta patria nuestra que no tiene ni nombre, que si lo tuviera no lo recordaría. A veces hay cosas que mejor no tenerlas en la memoria por cómo se llaman sino por cómo fueron. En este caso una verdadera mierda traicionera y con más vueltas que una calesita - volviendo siempre el mismo punto -, una tierra que no se cura de espanto.

- ¡Insubordinación! - grita El General parado sobre una silla que descansa en la vereda a la espera de ser cargada en el camión, guiada a su destino final, lejos de aquí. Los del camión no quieren cargar las cosas como ordena El General por una simple cuestión de practicidad. Pero los militares son así, detestables, testarudos y militares. Eso pienso. Aunque nunca me atreví a decírselo en la cara a El General pues lo hubiera puesto en pie de guerra y se sabe, convivir con vecinos en un edificio de propiedad horizontal puede ser bastante díficil.

A pesar de haber abandonado las armas hacía un tiempo X igual a la mitad del tiempo que le lleva a ciertas personas pagar un crédito que nunca obtuvo, El General seguía sintiéndose militar. Por eso actuaba como El General. En el barrio, la cuadra, el edificio, todos (excepto
el del 3º 14º, Fabián y yo) lo llamaban, lo saludaban, le decían El


General.

- ¡Tres días de arresto, desacatados! - exclama El General apoyándose en el espaldar de su cama matrimonial. Los muchachos del camión seguían sin hacerle caso, pues El General era ducho en las artes de la guerra pero ellos eran mucho más sabios a la hora de acomodar muebles en un camión no más grande que el Empire State ni más pequeño que mi PC.

El General y su familia no eran mis únicos vecinos. Tengo además buenos vecinos y de los otros. Fabián, del 1º 9º es del palo. Nos hicimos muy compinches y juntos formamos un bloque de oposición defensiva a las diatribas moralistas que El General andaba dando por los pasillos del edificio, cuando se le ocurría pontificar gritando contra "esos subversivos, comunistas, adoradores del exceso de pensamiento que aún anidan en alguna bibliotecas bolcheviques". La del 1º 6º era paranoica. Veía robos, asaltos y conspiraciones por todos lados. - Tené cuidado - me dijo una tarde en que no pude esquivarla, cuando salía de mi departamento para ir a comprar un sachet de leche entera. - Hace unos días asaltaron el lavadero de al lado. Se bajaron de un auto. Eran 4. La pusieron a la chica contra la pared y se llevaron toda la plata y además 3 máquinas de lavar ropa que cargaron en el techo del auto...-. Fue en este punto donde la historia comenzó a sonarme increíble. Le pedí disculpas por dejarla diciéndole que debía apurarme a comprar un traje de amianto pues el recalentamiento global comenzaría a quemarnos las pestañas y quería estar bien preparado. En el tercer piso vive Concepción, una gallega para quién depilación es sinónimo de pecado. Y en el 2º 13º está la separada del edificio, una cuarentona que es el bocadillo de las chusmas de la cuadra.

- ¡Jamás nos rendiremos frente el enemigo! - amenaza El General, parado ante la heladera que los muchachos de la mudanza quieren poner


al fondo del camión, mientras que El General, terco y obstinado en su posición dice que no, que debe estar cerca de la puerta, pues en caso de un ataque sorpresa del enemigo estaría más firme para contrarestar ese tipo de acción.

Cierta noche El General llegó a la reunión de consorcio vestido, como siempre, con su uniforme de gala. Se planteó una discusión acerca del uso de las escaleras, el ascensor y las cuerdas para escalar paredes, discusión que fue subiendo de tono. En cierto momento, El General insultó a la señora del 2º 12º y por este exabrupto se autoimpuso dos semanas de arresto domiciliario a pan y agua.

- El General ya no es el mismo - me decía una señora que vivía en uno de los departamentos junto a la terraza.
- Ese no es El General, señora. Es mi perro - tuve que aclararle antes pegarle pues sus palabras me habían ofuscado de una manera inusitada.

- ¡De frente, march! - ordena El General cada vez que los muchachos agarran uno de los muebles para subirlo al camión. Los muchachos, que al principio encontraron divertido a El General, estaban cansándose, sobre todo El Gordo Roberto, chofer. - Una más y lo mato - amenazó señalando a El General con su índice directo entre los ojos. A partir de ese momento no volví a escuchar a El General impartir nuevas órdenes, excepto algún comentario menor ("Qué calor que hace, ¿no vieja?").

La familia de El General: esposa, dos hijos, King Kong y Bobo, dueños de un particular sentido del humor negro; dos hamster, Alfio y Perete, una tortuga, dos perros, un loro y algunas cucarachas, varias de las cuales emigraron de mi cocina hacia la de ellos en una época en la que yo ganaba tan poco que ni migajas tenían para comer los desdichados insectos. Este era el ejército que ahora comandaba El

General, R.E. (Retirado en el Edificio). Las tropas entraban en un departamento de apenas dos ambientes sin balcón, más pequeño que el mío, un dos ambientes grande, amplio, con balcón, teléfono e invitadas esporádicas.

Abro la puerta lentamente y asomo la cabeza. El departamento vacío de El General queda ante mis ojos y es más desagradable de lo que pensaba. La luz amarilla de la entrada sigue encendida. Lo recorro. No hay nadie. Las paredes están arruinadas, el piso lleno de basura y papeles, el baño tiene goteras y humedad; los placards, mal olor. En la cocina, la puerta del horno abierta. Sobre ella se pasean dos cucarachas de un tamaño que meten miedo. Escucho pasos detrás mío.

- Nos vamos -. Percibo un tono de melancolía en la voz de El General.
- Me doy cuenta - contesto sin mucho interés, mientras reviso el departamento viendo si olvidan algo que pueda servirme ("El basurero" es uno de mis apodos, por mi manía de reciclar cosas).
- Tantas batallas libradas y ahora tenemos que entregar nuestro bastión -.
- Qué lástima - deslizo.
- A pesar de todo, fue una capitulación digna - comenta, mientras patea unas revistas tiradas en el piso.
- ¿Cuánto? - pregunto curioso.
- 31.000 dólares al contado. Ya pagó. Firmamos todos los papeles. Hoy marcho con mis tropas hacia el norte, a descansar de tanta guerra, tanto disparo, tanta muerte. En tres días llega el relevo -.
- ¿Quién es el relevo? - insisto curioso.
- Teniente 1º del Ejército Leopoldo Arístides Gutierrez - dice El General haciendo sonar los talones de sus ojotas.

Hijo de puta El General.


Se va él, un militar viejo, cansado, en plena decadencia y llega otro, seguro admirador de El General, joven y lleno de ímpetu castren se.

Salimos al pasillo, yo para volver a mi departamento, El General para abandonar el suyo para siempre, cuando en el corredor aparece el pibe del 2º 10º con una pistola de juguete en la mano. Apunta a El General y ordena "¡Arriba las manos!". Al verlo, El General busca una espada en su cinturón para desenvainarla y pasar a degüello al insurgente, pero la espada no está y el enemigo desaparece de nuestra vista repentinamente, atraído por los gritos de su madre que lo llama a tomar la sopa. Desalentado por no haber podido entablar una lucha digna, El General vuelve a la calle, donde los muchachos están esperándolo para partir.

- ¡Atención la tropa! - grita Bobo, el hijo menor. La esposa de El General, King Kong y el mismo Bobo se ponen en posición de firmes, vista al frente y hacen la venia. El General se detiene frente a ellos y devuelve el saludo, que dura casi un minuto en el que todos, incluso los muchachos del camión de mudanzas, guardan silencio respetuosamente. Observo la escena desde la ventana, mientras el sol del mediodía me da en la cara.

- ¡A la carga mis valientes! - grita El General desde la ventanilla del auto en el que harán su viaje del que espero no vuelvan. Salen primero y detrás suyo el camión con todos los bártulos, animales incluídos.

- Si vuelve a darnos otra orden ¡te juro que lo reviento! - gruñe El Gordo Roberto mientras apreta el acelerador.

El General se fue para siempre. Al menos eso aseguró. El sol aún me da en la cara cuando veo al camión alejarse a un par de cuadras de distancia. En la vereda de enfrente descansa el esqueleto de un auto que pasó épocas mejores, tal vez gloriosas, como las que alguna vez tuvo El General.