LLUVIA
El tipo se llamaba Philip. Era alguien común, gris. Empleado público o una profesión poco trascedente; una ocupación nada atractiva. Se levantaba todos los días temprano, desayunaba, saludaba a sus hijos y partía rumbo a un trabajo anodino, monótono, aburrido. Los viernes tomaba unas cervezas con los compañeros. Visitaba la iglesia cada 3 ó 4 meses. No era católico practicante ni tenía una personalidad extravagante.
Solo una vez fue infiel a Mary, su esposa. Fue con una prostituta. Pero no lo disfrutó. Ni un poco.
Tampoco gozaba con su esposa. Lo hacía por deber. Mary tenía un amante 15 años menor que sabía tratarla como a ella le gustaba. Por eso hacía meses que había bajado esos 13 kilos que tenía de más y no faltaba ni un día a las clases de gimnasia. Pero Philip no se daba por enterado. Sumergido en sus días iguales unos a otros no prestaba atención a nada. Ni siquiera a las cervezas de los viernes. Se juntaba con los compañeros sólo por costumbre.
Simon, de 11, Adrienne de 9 y Juliette de 3 eran sus hijos. A Juliette no la esperaban.
- Estoy embarazada - dijo Mary tímidamente la noche que Adrienne cumplía 6 años.
Philip se quedó mirándola, confundido.
- ¿No estabas cuidándote? - dijo, volviendo a su plato de sopa.
- Claro, me estaba cuidando - respondió Mary. - Pero estas cosas pasan -.
- Si, pasan - dijo él ya sin prestarle atención.
9 meses más tarde nació Juliette. La llamaron así en honor a la bisabuela de Mary. Al principio Simon estaba un poco celoso. Tenía 8 años cuando nació su hermana menor.
Este tipo mediocre, dueño de una pequeña casa en los suburbios comprada con uno de esos créditos baratos que entregó el gobierno la década pasada, solo iba y venía del trabajo. No tenía amantes, fortunas escondidas, otras propiedades, hobbies ni actividades fuera de su hogar o su trabajo. Su cuenta bancaria apenas si se movía. No había sorpresas. Nunca había sorpresas.
Ese era Philip. Un tipo en el que no te fijarías así lo tuvieras frente a ti mirándote a los ojos. Alguien en quien no vale la pena
gastar ni 5 segundos de tu tiempo. Una de esas personas que no te darías cuenta que existen.
Fue aficionado a la pesca, muchos, muchísimos años atrás. Pero jamás fanático de las armas de fuego.
Una tarde de cielo gris, encapotado, tormentoso, furibundo, húmedo, oscuro, al salir del trabajo se va al centro comercial, entra en la armería del lugar y pide una escopeta.
- Quiero ir de caza con unos amigos -
- ¿Qué animales piensa cazar? - le preguntó el empleado de la tienda.
- Ciervos - dijo lacónicamente.
El vendedor le mostró una escopeta nueva, recién salida al mercado, en venta a un precio especial, una oferta que no podía rechazar.
- Deme un hacha también - pidió sin entusiasmo.
Un hacha tamaño mediano.
Maza, una pequeña para afirmar la carpa al piso.
Un piquete para trabajar la tierra endurecida.
Carpa no.
- Me prestan una - comentó desganado.
Bolsa de dormir ya tiene.
Sale de la tienda y está lloviendo como el Día del Diluvio Universal. Se siente el Arca de Noé cargado de herramientas que deben sobrevivir para perpetuar la especie.
La lluvia azota todo.
La tormenta.
Los truenos.
La luz de los rayos.
El agua.
Las gotas gordas.
La lluvia copiosa.
El viento lo sacude con fuerza. Carga la escopeta y las otras cosas en un enorme bolso especial para aguantar el tipo de artículos que Philip lleva, que también compró
"Para que guarde todo cómodamente"
le dijo el vendedor. A Philip le agradó la idea. Sus labios casi se movieron como para dibujar algo cercano a una sonrisa en su cara, cosa que finalmente no sucedió.
Philip nunca sonreía.
Pagó en efectivo. No le gustaban las tarjetas de crédito. Una vez en la calle, empapado hasta el último rincón de su cuerpo, tomó un taxi, algo que no había hecho en años.
Llegó más tarde que de costumbre. Estaban todos en la casa. Las niñas miraban televisión. Simon dormía en su cuarto. Mary cocinaba unas verduras, mientras tiernizaba la carne que pondría a cocinar.
Philip entró por la puerta de reja del costado, saludó a Mary en la ventana de la cocina y fue al patio trasero. Tomó la escopeta del bolso, la cargó, guardó algunos cartuchos en un bolsillo, acomodó la maza y el piquete en el cinturón, agarró el hacha y entró a la casa.
Mary salió a recibirlo. Murió al abrir la puerta. Se encontró con la boca de la escopeta a 20 centímetros de la cara. El primer disparo le despedazó el cráneo, esparciendo su cerebro por todo el techo de la cocina, impregnando las paredes de pelos, huesos, carne y
saliva. Philip le pegó otro tiro en la entrepierna y clavó el piquete en lo que le quedaba de cabeza.
Con el rostro cubierto de rojo tomó la maza, sacó al canario de la jaula y lo aplastó a golpes contra la mesa.
Aturdida, Adrienne entró corriendo en la cocina. Con un golpe de hacha Philip la partió hasta el nacimiento del pecho. La sangre saltó a borbotones. Los chorros lo enceguecieron. Cortó uno de los brazos de la hija y lo arrojó hacia donde estaba la madre muerta.
Juliette no supo qué sucedía cuando su padre la tomó de la pierna haciéndola girar hasta que su cabeza estalló contra las muebles, salpicando todas las ventanas, las paredes y alfombras con pequeños trozos de piel y ropa y músculos y pelos. La niña ni siquiera alcanzó a gritar. Philip dejó el cuerpo en el piso, lo roció con nafta y luego le prendió fuego.
Simon despertó sobresaltado. Bajó las escaleras en medio del escándalo creyendo que el volumen del televisor demasiado alto provocaba aquel bullicio. Entró al comedor y murió en ese instante. El padre le apoyó la escopeta en el estómago y disparó, agujereando
la puerta detrás del muchacho, que se abrió como si hubiera recibido una patada furiosa. Le deshizo la cabeza a culatazos hasta dejarla hecha un guiñapo sanguiñoliento e irreconocible. Balto, el siberiano de Simon, llegó ladrando. Philip lo roció con la nafta que le quedaba mientras el animal intentaba atacarlo y lo encendió fuego sin matarlo. Tomó el hacha nuevamente y de un solo golpe partió al perro en dos. Se quedó viendo cómo las patas traseras del animal seguían moviéndose en un último y patético reflejo.
Fue hasta al garage y con el juego de serruchos que Mary le regalara años atrás cortó lo que quedaba de su familia en pequeños pedazos que puso en bolsas plásticas color negro, cada una rotulada con etiquetas prolijamente realizadas con el nombre a quien pertenecían los restos. Cerradas, las acomodó dentro del amplio freezer del sótano. Quitó las manchas de sangre, ordenó la casa, limpio los muebles, los pisos, las paredes, las alfombras, dejándo todo reluciente, como si allí nada hubiera ocurrido. Apagó el televisor. Sentado en uno de los sillones leyó una revista mientras fumaba un habano importado.
En la puerta una docena de vecinos asustados esperaba a la poli cía, a la que había llamado el señor McCoy tras muchas consultas
entre todos. Al verlos, Philip salió hasta el porche, bajó un par de escalones hacia el jardín
- Hola, señora Mendhelson -
dijo saludando afablemente con su mano. Tiró el cigarro al césped, lo apagó con el pie, sacó una granada de uno de los bolsillos del pantalón, se la puso en la boca, quitó el seguro y voló su cabeza en cientos de pedazos.
Dicen que la lluvia lo había vuelto loco.
Extraño.
Aquel había sido el más seco de los últimos 25 años en Palo Alto.